La palabra hielo ardía en la boca del Mesías. Porque después de nombrar pan al pan y al vino olvido, después de rozar los muslos de María –la madre o la furcia, cualquiera- , tuvo que posarse frente a mí y mis hermanos para congelar con su apología el viento y el canto de las montañas, y todas las aves callaron y tocaron con su pico las puertas de los feligreses para que salieran a escuchar la cátedra.
Yo iba por la nieve. Todo lo que la palabra del Hijo tocaba, era escarchado primero y endurecido al poco tiempo. Era la profecía: “del mundo quedará un glacial, las bestias habrán de emigrar y el hombre enterrará al más hermoso verde, al más mínimo y vibrante verde”.
La palabra se revolcaba en la lengua del cordero de Dios. Por que no había una sola en su verbo –verbo dócil, verbo débil- que no rompiera la sangrante boca del que ya había sido bautizado. Y sin dentadura, la frente que Juan le había mojado, los puños llenos de odio y esa destreza de salirse con la suya al nacer sin que se concibiera algún pecado, Cristo también dijo: “creo en un Dios todo poderoso, que nos ha olvidado tanto en el cielo como en la tierra y que a la hora del juicio, con los oídos que las trompetas desgarren, llegará nuestro padre a decir todo es una broma como fue con Abraham y se reirá de nosotros, de ustedes, del arca, del Mar Rojo, de Irak, del dólar.
La palabra aún ardía y de todo su resplandor la luz era sólo un punto. Avergonzado pensé que la suerte del Pescador de hombres acababa, que ya no tenía qué decir, romper o congelar. Su mirada se había salido de la órbita de la tierra y se hallaba perdida, sin misericordia, sin Ave María Purísima.